Aris Dougas Chavarría nos relata su viaje al Monte Athos: por los monasterios de la montaña santa. Nos describe paisajes, lugares, encuentros, sorpresas y su trayecto espiritual para entender las claves de un recorrido especial.
Introducción
El Monte Athos o Agion Oros (‘Αγιον Όρος o Όρος ‘Αθως) es una montaña situada en el ‘tercer pie’ de la Calcídica (Halkidi en griego), cuyo nombre significa ‘montaña santa’ y que designa el ‘tercer pie’ de la península entera.
El Monte Athos es un territorio monástico, formado por unos veinte monasterios, que son de facto autogestionados, mientras que el estado de Grecia se ocupa de proteger sus fronteras terrestres y marítimas. Así, el Monte Athos es una reliquia sociopolítica dentro de la Unión Europea, una excepción respecto al modelo de estado occidental.
La mayoría de los monasterios son griegos, aunque hay uno ruso, uno serbio y otro búlgaro, además de una ‘skete’ rumana. En total, en el Monte Athos viven permanentemente entre 2000 y 3000 monjes.
En la segunda mitad del siglo pasado se pensó en su apertura a turistas sin restricciones por falta de población, pero la caída de las repúblicas socialistas en los territorios donde se profesa(ba) la religión ortodoxa llevó a un aumento notable en el número de monjes y peregrinos.

Al monte Athos solo se puede llegar en barco. La entrada solo está permitida a los hombres; el dicho indica que antes solo podían acceder aquellos que podían dejarse crecer barba. La estancia en los monasterios es gratuita pero sólo se puede acceder con un permiso de estancia, llamado ‘diamonitirion’, que cuesta de 20 a 35 euros, dependiendo de la situación laboral y religiosa de cada peregrino. Por ejemplo, el acceso es más barato si uno es ortodoxo y estudiante.
El documento de peregrinación o ‘diamonitirion’ se puede conseguir solamente tras llevar a cabo un proceso burocrático. Se rumorea que los musulmanes no suelen superar dichas trabas administrativas, aunque sé de primera mano por mi amigo Khaled que esto es un mito. Son 40.000 los peregrinos que visitar el Agion Oros al año, principalmente griegos, aunque también rusos, búlgaros, serbios, rumanos, y otros.
Cuatro y media de la mañana, Plaza Aristotelous, Salónica. Cuatro de septiembre. Ya no hace una de aquellas noches abochornantes de agosto. Me siento en la parada de bus. El bus no pasa. Lo debo haber perdido. Pasa un taxi. Lo paro. Subo. Tiene la radio encendida y la siguiente canción es Starry Night de Peggy Gou, que me transporta a las cálidas noches del Primavera Sound de finales de mayo.
Ahora me dirijo a uno de los lugares más sacros de Europa y del mundo. Ventanillas medio bajadas, charlo con el taxista, que me cuenta sus experiencias en el Agion Oros y se sorprende al enterarse de que voy solo. Me dice: <Απόλαυσε το παλικάρι μου, μία τέτοια εμπειρία δεν μπορείς να την ζήσεις πουθενά αλλού> [disfrútalo chaval, una experiencia así no la puedes vivir en ningún otro lado]. Miro por la ventana y siento que esto es un bonito preludio al periplo que me espera.
Llego a la estación, compro el billete y espero. Dentro de la pequeña estación hay algunos ‘thessalonikiotes’ o habitantes de Salónica y un par de papás o sacerdotes ortodoxos. De ahora en adelante me referiré a los sacerdotes como monjes o ‘papás’, que es la palabra que se usa en griego (ο παπάς/οι παπάδες). Subo al bus. Un pasajero me comenta que, efectivamente, he perdido el bus desde Salónica. Pero me da igual; el trayecto en taxi ha valido la pena. Me duermo al instante.
Me despierta un haz de luz en Ouranoupoli, tres horas después, desde donde zarpa el ferry. Recojo mi ‘diamonitirion’ o permiso de estancia en la oficina del Agion Oros, el cual certifica mi condición de peregrino, bajo la atenta y afable mirada del trabajador de turno.
Por teléfono me identifiqué como estudiante ortodoxo, y parece que no hay ningún problema respecto a ello. No preguntan demasiado; mi griego les convence, a pesar de tener pasaporte español. Bajo a la orilla cerco del puerto y mato el tiempo durante dos horas leyendo ‘El Mentiroso’ (‘Ο ψεύτης’) de Alki Zei. El libro lo he comprado de segunda mano en la calle Asklipiou de Atenas por cincuenta céntimos. Está acartonado y hecho polvo, pero se puede leer.
Levanto la mirada del libro y observo el ajetreo mañanero. Un grupo de cuatro hombres rusos toman vodka en vasos cortos y transparentes y charlan. Se oye griego, ruso, serbocroata, búlgaro, y demás. Estoy solo, rodeado de peregrinos y ‘papás’. Algunos van con sus hijos. Sí, de acuerdo con la iglesia ortodoxa griega pueden tenerlos, y suelen tener muchos.

El ferry va a embarcar, muestro mi billete y subo. El trayecto es maravilloso. La isla parece prístina, excepto por los monasterios que posan sobre acantilados y playas, esculpidos con gran esmero.
Unos son más ostentosos, otros más modestos. Su estética va ligada con la mentalidad que gobierna cada monasterio; algunos son pequeños y casi no usan electricidad, mientras que otros son inmensos.
Aun así, todos desprenden algo de misticismo, o eso me imagino yo. Ya estamos llegando al monasterio de San Panteleimon, el monasterio ruso, donde me hospedaré durante la primera noche. Es la tercera parada del ferry.


Los monasterios
Bajo del barco junto con otros muchos. Un peregrino lleva una camiseta que muestra el mapa de Rusia; el ‘nuevo’ mapa, el de 2014. El mensaje es claro: Crimea es Rusia, el Donbass también. En segundo plano se aprecia la silueta de Nicolas II. ¿Un nacionalista-zarista ruso?, ¿una rareza en tiempos de Vladimir Putin? Religión e ideología política se entrelazan. Bebo agua en una fuente mientras me siento en la sombra. Hace calor, pero ya no es ‘kafsonas’, que es la palabra griega para describir el calor bochornoso de temperaturas superiores a 35 grados. ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Qué hago aquí?
Decido entrar en el edificio principal, donde me registran. Entrego mi pasaporte al monje, que me mira extrañado. <Вы говорите по-русский?>, pregunta, <Немного…>, respondo. [¿Habla ruso? No mucho…]. Es exactamente como me imaginaba a un monje ruso de la época zarista; un monje de ojos azules y penetrantes que parece que escruten lo más profundo de tu ser, a los que uno no puede mentir. Con una media sonrisa me da las llaves de la habitación.
Recorro el pasillo tímidamente, encuentro mi habitación y entro. Habitación austera de dos camas y una ventana con vistas al mar. Paisaje prístino. Ocupo una mitad de la habitación y voy a dar un paseo. Paseo por los jardines, podados cuidadosamente. Admiro el conjunto de edificios, la fuente y la naturaleza. Es mediodía y hace calor.
Voy a dar un vistazo a los horarios. Misa a las tres y media de la madrugada. Primera comida a las ocho. Segunda misa a las cuatro y media. Segunda comida a las seis. A las nueve cierran las puertas del monasterio. Aquí se vive acorde con el sol. Vuelvo a la habitación, abro la ventana y me echo un rato.


Las cinco de la tarde. Me he dormido. Me apresuro a salir al jardín y sigo a la gente que, como yo, se dirige a la iglesia. Me siento aliviado; no soy el único que llega tarde. Los rayos de sol caen sobre las cúpulas doradas y verdes de la iglesia blanca. Me paro delante del templo y entro.
El interior está decorado por innumerables iconos y escenas religiosas. Horror vacui. La liturgia hace rato que ha empezado. Oigo los cánticos de voces masculinas; monótonos, hipnotizantes, bellísimos. La lengua rusa tiene una profundidad diferente; parece que salga del fondo del ser.
Esta idea parece una idealización, pero realmente así lo siento. Me pongo a un lado de pie, al lado de otros muchos hombres. Todos parecen eslavos, rusos… ¿qué pinto yo aquí? Está será la pregunta más recurrente del primer día.
Es la primera liturgia ortodoxa a la que asisto. En Barcelona nunca voy. No sé lo que hay que hacer, no me sé los cánones de la liturgia; a pesar de estar bautizado no estoy iniciado en los rituales. Me santiguo cuando todos lo hacen.
Me siento incómodo, me siento un impostor. No soy creyente, pero interpreto la ortodoxia como parte de mi legado cultural. En la casa familiar de Salónica hay iconos en la cocina, a pesar de que mis parientes no son los más creyentes. En Grecia la religión es quizás más parte del día a día, aunque tal vez haya sido secularizada, despojada de su estricto significado religioso para inundar sutilmente espacios públicos y privados.
Mi padre dice que mi bisabuela estaría orgullosa que estuviera aquí. Pero me siento vigilado. Aguanto una hora de pie. Salgo a descansar. Vuelvo a entrar a los diez minutos. La liturgia está a punto de terminar. Llega el momento final, la implosión de fe. Los monjes se arrodillan y cantan más profundamente y con más fuerza.
Estoy asombrado. La emotividad de la liturgia es extraordinaria. Pienso que todas las liturgias serán así. No lo serán. La primera, la rusa, será la más intensa, y en muchos sentidos, la mejor.
La gente va saliendo de la iglesia y se dirige a la ‘trapeza’ o cantina. Es una sala inmensa, algo oscura. Hay unos bancos dispuestos paralelamente y en vertical, donde los peregrinos se sientan. Tomamos asiento, uno por uno.
La mesa está puesta. Nadie toca nada. Se escuchan unas oraciones. Suenan las campanas. Todos empiezan a comer vorazmente mientras se oyen los rezos. Cuando estos terminen, sonaran las campanas y la comida se dará por finalizada.
Como con ansia, puesto que mi padre me ha dicho que no hay mucho tiempo para comer antes que terminen los cantos. A mi lado se sienta un padre con su hijo. Yo engullo una sopa y algo más, no me acuerdo. La comida es mucho más rusa que griega.
Suenan las campanas. Nos levantamos y salimos. Me dirijo al jardín, solo. Aparecen los tonos anaranjados en el horizonte; no falta demasiado para el atardecer. Me dirijo al muelle y camino en dirección norte. El monasterio está situado en la costa noroccidental de la región.

Me detengo al poco rato para sentarme. Se me acerca un hombre. No es un monje; va vestido de color caqui, tiene el pelo negro y corto, la tez morena, es de estatura media y lleva gafas. Parece griego, no ruso. Se me dirige en ruso: <Откуда ты брать? Ты один?>. Ve mi expresión dubitativa: no lo he entendido del todo. Mi ruso es, por aquel entonces, muy limitado. Esta vez, me lo vuelva a preguntar en griego <Από που έρχεσαι αδελφέ; Είσαι μόνος σου;> (¿de dónde vienes hermano? ¿estás solo?). Le respondo que sí y que vengo de Barcelona.
Caminamos juntos. Me cuenta que es griego, pero que ha vivido gran parte de su vida en Ekaterimburgo. Trabaja en el monasterio, ayudando y vendiendo souvenirs, iconos y otros. Tiene aspecto afable. Desde esa tarde me llama hermano.
Charlamos y charlamos. Volvemos al jardín, se está haciendo de noche. Me dice que al día siguiente las campanas sonarán a las tres y media de la madrugada para la misa, pero me recomienda que acuda sobre las cinco o las seis. Antes no hace falta. Nos encontraremos allí.
Se llama Spiros. Es uno de los tantos habitantes de la Unión Soviética que se aferraron a la religión ortodoxa durante los locos 90, me figuro. Los locos 90 de la privatización en masa, los oligarcas, el caos, la recesión, la inflación, y el crimen.
La ideología política de Spiros está basada en la religión ortodoxa y el nacionalismo griego, como atestiguan sus publicaciones en Facebook apoyando las demandas helénicas (ultra)nacionalistas en relación con Macedonia y, más recientemente, sus denuncias respecto al cierre de las iglesias en tiempos de pandemia.
Entro en mi habitación y me duermo. Horas después me despiertan las campanas. Abro la ventana y miro afuera. La Luna, bastante crecida, se refleja el mar. Hay muchas estrellas en el cielo, nítidas. No se oye nada. Vuelvo a dormir. Sobre las seis me dirijo a la iglesia, bajo la tenue luz del amanecer.
Allí está Spiros, en el vestíbulo de la iglesia, fuera de la nave, sentado y con los ojos cerrados, visiblemente dormido. Entro en la iglesia. Disfruto escuchando las oraciones por la mañana, me relaja. Salgo a dar una vuelta y me intercepta Spiros. ‘Sígueme hermano’. Entramos de nuevo en la iglesia. La liturgia está a punto de terminar.
Nos ponemos en fila en la parte más cercana al santuario. El primero de la fila se acerca a un icono y se posa delante de él, santiguándose repetidas veces, con calma. Arriba, abajo, derecha, izquierda. Besa el icono y se acerca a otro, que también besa. Toma un trozo de pan y lo moja en vino. Lo engulle y sale.
Decenas de individuos repiten el mismo procedimiento. Me toca a mí; reproduzco el ritual. Los rituales imprimen en el tiempo prácticas centenarias; este mismo procedimiento se lleva a cabo en el monasterio desde hace siglos. Es una especie de performance. Mientras lo hago algunos se arrodillan en el suelo.
Voy detrás de Spiros. Él se gira y se arrodilla. ¿Qué hago? Lo imito. Estoy arrodillado; mi cabeza toca el suelo. Desde esa posición miro a los lados y veo decenas de hombres reproduciendo el mismo gesto. Se oyen los rezos en ruso, las voces profundas.
Pienso irónicamente que las ideas orientalistas y estigmatizadoras atribuidas a ‘Oriente’ se podrían aplicar también a este lugar y a los Balcanes en general. De hecho, ya se hace, como explica brillantemente Maria Todorova.
Nos levantamos y Spiros me dice que vayamos juntos a la cantina. Entramos y lo sigo, pero un papás me frena y me dice que no puedo sentarme con él en la mesa de los papás y los empleados. Me siento cerca de donde me senté durante la cena.
La mesa ya está puesta. Para cada peregrino hay un bol metálico de leche con pasta de sopa. Pan. Agua. En la mesa hay también una bandeja con cebolla, ajo y tomate, y otra con pepinillos salados enormes.
Empiezan las plegarias, se da por empezada la comida. Delante de mí, un hombre de mediana edad coge una cebolla entera, la parte en dos y se come una mitad. Hago lo mismo. Es la primera vez que desayuno media cebolla cruda, pero es buena.
Los alimentos los cocinan los mismos monjes, que a su vez plantan frutas y verduras. Quilómetro cero. Tomo un poco de sopa. Veo los pepinos y decido probar uno. Lo muerdo y deja su jugo ácido encima de la leche con pasta de sopa. Sigo comiendo sin reparos; no hay tiempo para pensar. Pasaran algo menos de diez horas hasta que vuelva a comer, esta vez en otro monasterio.
La cantina en griego se llama ‘trapezaria’ (τραπεζαρία), mientras que en el griego que se habla en el Monte Athos, una versión arcaizada y más parecida al griego de Constantinopla, se llama ‘trapeza’ (τράπεζα). El griego que proviene de Constantinopla se percibía como más puro durante las ‘guerras por la lengua griega’, que enfrentaron a dos grupos distintos de lingüistas y pensadores en el siglo XIX: aquellos que pretendían volver al griego de Constantinopla contra aquellos que abrazaban los neologismos que provenían de otras lenguas, entre ellas el turco.
Los monjes del Agion Oros tiendan a emplear una versión más parecida al griego de Constantinopla, con un lenguaje pulido y culto. Así pues, el griego que se usa en el Monte Athos también tiene un carácter simbólico-político, puesto que afirma la pureza del griego de Constantinopla, ciudad que a su vez se asocia a la época dorada del cristianismo ortodoxo. Nada es por azar.
Salimos de la cantina. Los peregrinos permanecen cerca de la puerta. De la iglesia, que se sitúa en frente, sale el más alto miembro de la jerarquía monástica. Muchos se dirigen a él. Spiros también. Le sigo. Todos le besan la mano y él les bendice con un crucifijo dorado de tamaño descomunal. Beso su mano huesuda. Lleva una barba blanca y tupida, es un hombre mayor. ¿Qué estoy haciendo? Reproduciendo rituales…
A Spiros le dije que marcharía esta mañana, y así tiene que ser, puesto que solo tengo autorización para quedarme un día en el monasterio de Panteleimon. Recojo mis cosas y me despido de él. Me invita a volver cuando quiera y me da su número de teléfono. A menudo intercambiamos mensajes, y cada vez me invita a volver. Algún día lo haré. Salgo del recinto del monasterio. Aún es pronto, alrededor de las diez.
A pie me dirijo al Monasterio de Xenofontos, un monasterio regentado por griegos que se encuentra a una hora de distancia a pie en dirección norte. Mientras camino volteo la cabeza repetidas veces para divisar el monasterio, con sus edificios pintados coronados por cúpulas verdes y cruces doradas.
Es el gobierno de la Federación Rusa el que destinó millones de rublos a reformar el monasterio, donde se ha alojado varias veces Vladimir Vladimirovich Putin. Un estado de iure secular, el mismo sucesor de la Unión Soviética, que criticaba las instituciones religiosas, a veces de forma feroz. Qué ironía.
Camino por un sendero de tierra entre árboles y bosque. Se divisa el mar a la izquierda. El sol empieza a pegar más fuerte. Cuando estoy a punto de llegar oigo el ruido de unas obras; no todo es tan prístino y virgen como imaginaba.
La vida sigue en el Monte Athos; nada es estático. Ya empiezo a divisar con claridad el monasterio de Xenofontos, donde pasaré el segundo día de mi peregrinaje.
Entro en el recinto monástico haciéndome hueco entre un grupo de peregrinos que acaba de llegar con el mismo ferry con el que llegué yo ayer al monasterio ruso. Este recinto monástico tiene una estructura diferente, puesto que se asemeja mucho a una pequeña ciudadela; tras la puerta del recinto hay una callejuela estrecha al estilo ‘sokaki’ griego, escoltada por edificios a izquierda y derecha. Paso por delante de la tienda del monasterio, donde se pueden comprar iconos, figuras y productos manufacturados en el monasterio, como trajanás griego, jabón o té. La callecita se enfila hasta una pequeña plaza donde un cartel indica que la recepción se encuentra en un edificio a la derecha.
Entro y espero mi turno en el vestíbulo para registrarme. En la sala hay un par de jóvenes que llevan una camiseta negra muy llamativa; en la parte frontal está escrito en dorado el lema ‘Ορθοδοξία ή θάνατος’, que significa ‘Ortodoxia o muerte’. La religión ortodoxa también cuenta con radicales y hooligans.
En general, el ambiente en el monasterio de Xenofontos es algo más relajado, al menos para mí; quizás el hecho de oír una lengua materna ayuda.


Entro en la sala donde reposa encima de una mesa el libro del registro; un tomo en cuero, ancho y grande. Escribo mi nombre y salgo a la terracita, donde dos hombres fuman. Es la primera vez que veo fumar en el Monte Athos. Entro después de contemplar el mar y me fijo en una bandeja de café y ‘loukoumia’, dulces griegos (o turcos…) muy sabrosos.
Cojo una tacita de café y un ‘loukoumi’. Es la primera vez que como o bebo algo más allá de las dos comidas del día. Entra en la sala un papás de aspecto bonachón y sonriente, con gafas y sin un par de dientes delanteros, y me pregunta de dónde soy. Le explico que soy de Barcelona y que mi padre es griego. El monje me felicita por haber ido al Monte Athos solo y me cuenta que es de Zákinthos. Hablamos un rato, después me guiña el ojo y me dice que se tiene que ir.
Después otro monje me dice que ya tienen mi habitación lista. Subo y me encuentro con una habitación de dos camas. A los pocos minutos llega el que será mi compañero de habitación: un policía griego. En Grecia los policías, o ‘mpatsoi’ de forma despectiva, tienen fama de ‘dárselas de algo’, de ser creídos y desagradables.
Mi compañero de habitación no es desagradable, pero se las daba de importante, hasta el punto de decirme que apunte su nombre y número de teléfono por “si tengo algún problema en el aeropuerto volviendo hacia España”.
Hace además algún comentario despectivo en relación con el gobierno de SYRIZA y los refugiados. En cualquier caso, me parece interesante ver la alianza social entre la Iglesia Ortodoxa griega y los cuerpos de policía.

Salgo de la habitación y doy un breve paseo por los jardines y campos de cultivo del recinto monástico antes de la segunda liturgia y de la comida. Hace un día soleado y agradable, y desde los campos se ve el mar Egeo. Vuelvo a la habitación y asisto a la liturgia. La iglesia es notablemente más pequeña que la del monasterio ruso, con pinturas de santos muy antiguas en las paredes.
Una serie de sillones de madera están colocados pegados a las paredes de una primera estancia, mientras que la segunda sala es donde se colocan los peregrinos más devotos y los papás que ejercen durante la liturgia. El asiento de los sillones se puede colocar en dos posiciones, para poder apoyar el trasero estando de pie o sentarse completamente. Esta vez estoy más aclimatado y reproduzco sin apuros los gestos del resto.
Entiendo más bien poco de las oraciones, recitadas en un griego prácticamente incomprensible para mí. Se acaba la liturgia y nos dirigimos a la trapeza, que también es más pequeña. La comida ya está servida en bandejas plateadas, y cuando suenan las campanas empezamos a comer.
Recuerdo que había pimientos al horno, ‘kofto makaronaki’ (una especie de macarrones cortos), pan, tomates, y algo más. No era demasiado abundante, ni tampoco extremadamente sabroso. En general, la comida es bastante diferente a la del monasterio ruso, algo muy curioso si se tiene en cuenta que ambos monasterios gozan de prácticamente las mismas condiciones climáticas. Así, el carácter nacional/religioso de cada recinto afecta a la dieta de los monjes y peregrinos.
Faltando un par de horas para que se ponga el sol, salgo de la trapeza y me voy a dar un paseo. En un mirador cerca de los campos de cultivo, me encuentro un grupo de peregrinos y dos papás. Uno de ellos, es el que me saludó por la mañana, que es de Zákinthos. El otro es un papás ortodoxo griego que viene en Edimburgo, acompañado por dos chipriotas jóvenes y devotos.
El papás que me conoce empieza a hablar y a entablar una conversación abierta con el otro, comentando algunos episodios e historias religiosas. Entre los integrantes del grupo hay un padre griego con su hijo de unos diez años. Transcurre la tarde mientas yo escucho y analizo lo que se dicen sin hablar demasiado.
Algo que me parece muy curioso es que el papás de Zákinthos expresa su rechazo en relación con lema de ‘Ortodoxia o muerte’, puesto que le parece algo radical, pero después recalca que la religión católica es herética.
Cuando ya empieza a oscurecer nos dirigimos hacia los dormitorios y, después de mantener una corta conversación sin demasiada sustancia con el policía griego, me duermo. Es temprano; quizás son las diez. Ya estoy acostumbrado al horario monástico.


El despertador suena a las cuatro de la mañana. Me he propuesto acudir a primerísima hora a la liturgia. Me levanto y me dirijo a la iglesia en medio de la oscuridad y acompañado por otros pocos peregrinos que van llegando a la nave principal sigilosamente. Las estrellas en el cielo brillan.
Entro a la iglesia. Las pinturas de las paredes están ligeramente iluminadas por la tenue luz de las velas. Escojo un sillón de madera empotrado en la pared y me siento.
Las oraciones empiezan y me sumo en ellas. A pesar de que no estoy cansado cierro los ojos, y me sumerjo en un estado de introspección mental. Y así paso un par de horas, acompañado por los cantos masculinos y la tenue visión de las pinturas sagrada. Recuerdo muy a menudo este momento como un instante en donde no podía ni quería moverme.
Últimamente me pasó algo parecido oyendo las campanas de la Karlskirche de Viena un domingo al mediodía.
Amanece, se acaba la liturgia y nos dirigimos a la trapeza. Al entrar a la trapeza el papás que conocí el día anterior me saluda. Quizás la camaradería ortodoxa del Monte Athos rompe un poco con los esquemas jerárquicos que uno podría esperar de la iglesia. Al acabar la comida me dispongo a cruzar el tercer pie de Calcídica caminando de oeste a este para así llegar al monasterio de Vatopediou. El sendero que quiero tomar no aparece en el mapa, pero aparece en Google Maps. Error.
Salgo del recinto monástico y camino algo más de media hora hasta el punto donde el camino debería dividirse en dos para poder tomar otra vía que debería dirigirse hacia el punto más oriental de la isla. Por desgracia, dicha vía no existe; la tupida vegetación impide el paso. Comprendo mi error: confiar en la tecnología en un sitio donde esta no manda, y me dirijo de vuelta al monasterio, decidiendo durante el regreso que me dirigiré al monasterio de Vatopediou a media mañana en autobús.
El autobús da bastante vuelta, puesto que va hasta Karyes, la ‘capital’ del Monte Athos, situada en el corazón del Agion Arios. Desde allí debo ir hasta el recinto monástico de Vatopediou en furgoneta.
Llego en bus hasta Karyes y me dicen que la furgoneta partirá en una hora, así que tengo tiempo de comer unos ‘gemista nistisima’ (tomates y pimientos rellenos de arroz y especies sin carne picada) en la única taberna de la isla. Allí me encuentro dos hombres de mediana edad con uniforme de turista en Barcelona: sombrero, gafas de sol y piel blanca rojiza, aunque con pantalones largos, puesto que los cortos están prohibidos en el Agion Oros.
Leen una guía en alemán mientras comen algo, y un griego me comenta que son profesores que han llegado al Monte Athos sin haber llamado previamente a ningún monasterio para solicitar su estancia. En el Agion Oros, uno normalmente puede alojarse en un monasterio solo si lo ha acordado previamente por teléfono o correo electrónico. Los profesores alemanes han obviado este paso. Alguien me comenta que hay un recinto monástico donde normalmente acceden a hospedar a aquellos que no han acordado su estancia con ningún monasterio. Acto seguido, me acerco y les comento el nombre del monasterio que puede acogerles y la furgoneta que deben tomar para llegar hasta allí. Me dan las gracias y muestran su sorpresa respecto al rechazo de los monasterios a aceptar peregrinos sin reserva. Yo pienso que uno debe informarse de antemano.
La furgoneta no tiene un horario determinado: “de aquí a una hora” era una aproximación, puesto que el vehículo parte cuando se llena. Así, esta vez parte antes de tiempo, y yo me apresuro a pagar y subirme al vehículo. Tras veinte minutos de caminos sin asfaltar llegamos al monasterio de Vatopediou, que me parece gigantesco comparado con el de Xenofontos.
Entro al recinto y me dirijo a la recepción, donde muestro mi diamonitirion y pregunto si, en vez de permanecer solamente un día tal como detalla mi documento original, puedo quedarme dos. El papás de la recepción no me pone ninguna traba, aunque me dice que tendré que participar en las tareas comunitarias el segundo día.
A continuación, me da las llaves de mi habitación y me dirijo hacia una plaza con varios recintos eclesiásticos y edificios de gran envergadura rodeándola. Parece una fortaleza.



Encuentro el edificio donde me hospedaré y subo a mi habitación, que se encuentra en el piso superior. Allí me encuentro con mi compañero de habitación, un griego de unos treinta y pocos años que se sorprende muy positivamente al saber que vengo de Barcelona solo siendo tan joven. El revela que solo en los últimos tiempos ha vuelto a darle importancia a la religión después de haber tenido una especie de revelación. Me cuenta que tiene un problema en la pierna y que cada año va al Agion Oros por unos días en una especie de acto de purificación y catarsis espiritual.
Me cuenta que al día siguiente irá a Karyes muy temprano por la mañana para confesarse con unos de los más prestigiosos papás del Monte Athos, y me dice que la última vez esperó cuatro o cinco horas para ello. Comenta que este monje es su médico espiritual, dándole la misma importancia que a los médicos que cuidan de su pierna.
Finalmente, me cuenta que ha visitado bastantes monasterios y que subió al propio Monte Athos, pero que no lo volvería a hacer puesto que uno acude al Agion Oros para curarse y no para hacer excursiones. El hombre me cae muy simpático. Su compañía es mucho más agradable que la del día anterior.
Poco después empieza la liturgia en una iglesia enorme cuya parte central está en obras. No me parece ni tan acogedora como la de Xenofontos, ni tan auténtica como la de Panteleimon, quizás por las obras. Cuando se acaba la liturgia nos dirigimos a la trapeza, donde la comida me parece notable.
A la salida, me entero de que un papás reflexionará sobre algunos temas con los peregrinos que se presenten en otro edificio. Paseando por la plaza oigo un grupo de peregrinos que se lamentan, diciendo que los británicos ‘los vendieron’, es decir, los dejaron tirados. Son chipriotas y se refieren a los eventos de 1974.
Otro hombre, que es el líder del grupo, dice que dicha conclusión es errónea, puesto que el señor decidió que así fuera. Después afirma que una vida de un griego es más valiosa que la de cien turcos.
Me choca este comentario, que me da lástima oír. Me dirijo al edificio donde se producirá el encuentro con el papás y me siento en una silla en un rincón de la sala, mientras los peregrinos charlan y van llegando.
Después llega el papás, un hombre barbudo y esbelto, de aspecto interesante y calmado. Habla un griego muy elegante y culto. Narra la historia de un hombre que pecaba a diario pero que al atardecer siempre imploraba a Dios que le perdonara, y dice que esa actitud es más correcta que la de aquel que peca una sola vez y que no se disculpa ante Dios.
Cuando un asistente le pregunta atónito si le parece si dicha actitud es correcta, le responde que no lo es totalmente, pero que el hecho de que se disculpe antes Dios le honra. En general, todo lo que dice me parece la antípoda de los mensajes belicosos y extremistas que abanderan otros. Tras la charla me dirijo a mi dormitorio y, después de despedirme de mi compañero de habitación, me duermo.
Me despierto pronto y me dirijo a la liturgia, como y doy un paseo. Hoy empiezo a contribuir ayudando con las tareas comunales para compensar mi estancia en el monasterio. En este caso, me encargo de recoger los platos y limpiar las mesas de la trapeza después de la segunda comida. Llevando los platos a la cocina, me sorprende ver que hay papás cocineros.
Después de ello doy un largo paseo y bajo hasta el muelle. Paseo hasta una vieja iglesia algo lejos del monasterio, fotografiando por el camino lo que encuentro interesante y comiendo un par de peras que me he llevado de la trapeza. Camino hasta que encuentro una gran cruz, desde donde observo el paisaje.
Cuando empieza a oscurecer vuelvo. Antes de entrar en la plaza me fijo en un estanque donde abundan peces de diferentes tamaños y colores. Reflexiono y pienso que este monasterio es más rico que otros. De hecho, mi padrino, que trabajó un tiempo con las autoridades del monasterio, me contó que hay red Wi-Fi en el monasterio, pero que es de uso restringido.
Me sorprende saber que hay monasterios con características tan diferentes. A mí, sinceramente, la opulencia de este monasterio me deja algo frío. La parte positiva es que es el primero monasterio que proporciona toallas, una de las cuales guardo con gran cariño en mi casa.


Me voy a dormir temprano, aunque me despierto algo más tarde que el día anterior. Mi amigo ya ha partido. Hago la mochila y acudo a mi última liturgia, puesto que a media mañana partiré en dirección a Tesalónica. Salimos de la iglesia y tomamos asiento en la trapeza. A mi lado hay un chaval joven con el que entablo conversación. Me dice que es de Rumanía. La mesa está puesta, pero falta el plato principal, el mejor que probaré en toda mi estancia en el Agion Oros: pescado a la brasa.
Llegan bandejas llenas de grandes pescados, uno por cabeza. Son las ocho de la mañana. Vorazmente abro el pescado y empiezo a devorarlo, acompañado de tomate, pepino, cebolla y pan. Un desayuno poco habitual para mis estándares habituales. Todos parecen disfrutar de semejante delicia.
Suenan las campanas, se terminan las plegarias y yo me meto en el abrigo un par de piezas de frutas y unas chocolatinas producidas en Rumanía. Un papás me llama y me dice en griego que puedo empezar a recoger unas mesas del fondo. Su griego no es nativo, y tampoco tiene cara de griego. Tiene que ser ruso o búlgaro a juzgar por el acento.
Recojo las mesas del fondo, concretamente la de los mandamases, cuya vajilla es especial. Acabo con ello, me dirijo a mi habitación, cojo mi mochila, y me dirijo al muelle. Pronto llegará un barco que me lleva hasta el nacimiento del tercer pie de la Calcídica, más allá del territorio sacro.
Tengo ganas de bañarme; en el Agion Oros uno puede bañarse solo bajo pretextos médicos, puesto que está mal visto desnudarse. Tengo ganas de atiborrarme y festejar; en el Agion Oros uno come moderadamente y pocas veces al día. A excepción del pescado de esa mañana.
Subo al ferry, bastante más pequeño que el de la ida, y zarpamos rumbo a tierras seculares. Antes paramos en el monasterio de Esfigmenou, y yo lamento no poder ver el monasterio serbio de Hilandar. Miro hacia atrás varias veces durante el trayecto, observando el paisaje del Agion Oros, e intento cavilar sobre lo vivido durante los últimos días.
Sarcásticamente pienso que, quizás, lo que uno busca en ‘destinaciones exóticas’, que son nuevas experiencias, tranquilidad y desconexión, puede encontrarse en el Monte Athos. Desafortunadamente, eso es una opción sólo para hombres. ¿Cambiará en el futuro? ¿Qué consecuencias tendría semejante reforma? Creo que dicha ley permanecerá por algún tiempo.
Reflexiono también sobre el hecho de que no he visto ninguna mujer en unos cuantos días, y me sorprende el hecho de no haber reflexionado sobre ello antes. Pienso también en Spiros, el monje afable del monasterio de Xenofontou, y en mi amigo devoto de Vatopediou.
Recuerdo las diferentes comidas, las diferentes iglesias, las diferentes sensaciones. Pero no hay demasiado tiempo para pensar. Llegamos a la pequeña ciudad de Ierissos. Un baño en la playa, unos ‘gemista’, y parto rumbo a Tesalónica, a recibir a unos amigos. Me encanta ser anfitrión. Y después, Ioánnina, Gjirokastra, Berat, Tirana, Shkodër, Peć, Pristina, Prizren, y Skopje…


















Aris Dougas Chavarría es hijo de padre de la Macedonia griega y madre catalana. Es estudiante del máster en ‘Estudios del Sudeste de Europa’ en la Universidad de Graz. Antes ha vivido en Barcelona y San Petersburgo. Está interesado en el espacio post-socialista, desde los Balcanes a Asia Central. Habla catalán, castellano, inglés, francés, ruso, griego y alemán.